"Fue a finales de los años cincuenta del siglo XX. Mi hermana, en medio de un paisaje verde, lloraba mientras recorría un camino de tierra. Enseguida me describió las burlas padecidas en el colegio. Ella se expresaba en el euskera que nuestros padres nos enseñaron, y sus compañeros se reían. Persona enérgica frente a las humillaciones, no tardó en preparar una estrategia. Para que yo, más joven y menos valiente, no sufriera, me hizo aprender sin ira el castellano y sentí que con cada nueva palabra recibía un escudo. Así construí el muro detrás del cual Jorge Luis Borges, César Vallejo, María Zambrano o Luis Cernuda me regalaron libertades. Comprendí que aquel refugio significaba igualmente una apertura.
Al poco tiempo, la democracia trajo deseos justos de recuperar los idiomas apartados por el franquismo. Como la intransigencia suele aprovechar bien los entusiasmos repentinos, entre algunos supuestos protectores del euskera no faltaron las desmesuras. Tachar los letreros viales escritos en español fue una de sus tristezas culturales preferidas. Con palabras borradas cerraron las mentes. Su desafecto hacia otras lenguas era la prueba de la insinceridad con que defendían la propia; vi que usaban esa aventura para llenar el vacío íntimo. Nos lo tomamos con paciencia. Al cumplir años he perdido convicciones. Una de ellas sigue conmigo y sé que va a acompañarme hasta los últimos días: quien ama un idioma ama todos los idiomas."
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